sábado, 11 de junio de 2011

Amanece con la típica brisa fresca y los cantos de pájaros mañaneros, que avisan a los durmientes que ha salido el sol. La pesadez de una noche interrumpida se acumula en mis párpados suplicando unos minutos más. El reloj me mira irritado desde la mesita donde vive, pareciendo que mueve sus pies inquieto. De la cama salen presurosos unos brazos que me aferran a las sábanas tibias. Mi cabeza se sumerge y se funde en la almohada marcando la silueta de mi rostro. Los conceptos discrepan en mi mente como el partido que se escucha a lo lejos, con porras y silbatos, me levanto, no me levanto.
La vida comienza a hacerse pesente con un montón de sonidos externos.
Los coches
El niño que desde su casa llama a gritos a no se quién
La aspiradora del vecino
Un llanto de algún bebé hambriento
Mi voz interna.

Al abrir los ojos finalmente, tomo conciencia de mí
de lo que siento
lo que espero
lo que anhelo
lo que necesito
lo que busco

me giro hacia un costado y me incorporo lentamente ayudada de mi brazo izquierdo.
Froto mi cara.
Miro una estatuilla de la Virgen sobre un mueble, me persigno. El día ha comenzado. Es Tuyo.
¿Cómo serían tus días, tus despertares, María?
Al abrir tus ojos claros, ¿estaría junto a tu lecho, los ojos profundos de tu niño, mientras acariciaba tu frente?
¿Escuchabas el canto del gallo y antes del amanecer, estarías buscando las vasijas de barro para llenarlas de agua del pozo?
¿Algún día, quedarías, Mujer, soldada a las mantas, agotada de una noche insomne? ¿Tu hijo bendito, te robó el sueño alguna vez, mientras dolido por algo lloraba en el crepúsculo?
Le has compartido tu vida y tus secretos, y por ello te está eternamente agradecida.
Masika está conmovida, tratando de plasmar lo que escuchó de tus labios santos.
Amanece.
Las letras me buscan.