jueves, 19 de abril de 2012

Adiós.

Experimentar la muerte del cercano es algo doloroso. Un montón de ideas llueven en tu mente encharcando los espacios áridos de tierra.
Recuerdas, imaginas.
Por más que quieres encarnar la idea del reencuentro, del todo pasa por algo, la herida quema punzante en el centro del corazón.
La vida.
La Gran Maestra.
Desde el nacimiento se encarga de irte preparando para el momento definitivo: crisis de pequeñas muertes y pequeñas despedidas.
Adiós al vientre, dejas tu hogar cálido para enfrentarte con la luz cegadora del sol incandescente.
Adiós al pecho materno. Tendrás que alimentarte con otra fuente de ternura.
Adiós a los dientes. Mudas mientras el ratón Perez se encarga de impiar tus lágrimas por aquél pequeño trozo blanco cubierto de sangre.
Adiós a las muñecas o a los trenecitos de madera, para bienvenir los esmaltes y las patinetas.
Adiós novio, novia, amada mía enamorada, para iniciar un ciclo de amor maduro donde a veces la monotonía quiere reinar resquebrajando la cotidianidad del matrimonio. Adiós a los días tranquilos, adiós al cuerpo esbelto, para comenzar con los vientres abultados y las noches de desvelo.
Y luego, los adioses continuados.
La primaria de los hijos, adios en un parpadeo, a la universidad de tu primogénito.
Adiós al minuto que se fué.
Pero todos los adioses traen la maravilla de un premio presente, que te conecta con el ahora, que te regala los frutos dulces de las semillas plantadas.
Por eso, hoy recuerdo que es mejor no aferrarte a lo que se va. Porque se ha de ir.
y al abrir las manos, despues de haberlo entregado libremente,
tendremos la capacidad de recibir aquello que viene,
con los adioses.

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